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LA DOCTRINA SUFI DE LA UNIDAD. Por LEO SCHAYA


PREFACIO


«Abraham se levantó muy de mañana, tomó pan y un odre de agua, se lo dio a Agar y se lo puso sobre el hombro, le entregó también al niño y la despidió. Ella se fue, y se perdió en el desierto de Beer-Sheba. Cuando se acabó el agua del odre, dejó al niño bajo uno de los arbustos, y fue a sentarse frente a él a un tiro de arco; porque decía: «No quiero ver morir al niño». Se sentó, pues, enfrente, alzó la voz y lloró. Oyó Dios la voz del niño1; y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: «¿Qué tienes, Agar?

No temas, porque Dios ha oído la voz del chico en el sitio en donde está. Levántate, toma al niño y cógelo de la mano, pues haré de él una gran nación». Y Dios le abrió los ojos y vio un pozo de agua; fue a llenar el odre de agua, y dio de beber al chico. Dios fue con el niño, que creció.» (Génesis, XXI, 14-20.)

El Islam reivindica la restauración del monoteísmo de Abraham, cuyo hijo primogénito, Ismael, es considerado el patriarca de los árabes. En efecto, el advenimiento del Islam está misteriosamente prefigurado y predicho por la historia escrituraria de Agar y su hijo Ismael, cuando fueron expulsados al desierto. El extravío de Agar y su hijo simboliza el politeísmo preislámico de los árabes; «cuando se acabó el agua del odre», la Tradición monoteísta de Abraham, transmitida por Ismael a sus descendientes, murió. Agar, imagen del «genio» o del alma colectiva de las tribus árabes, al encontrarse frente a la agonía espiritual de éstas -de la «muerte de su hijo»- «alzó la voz y lloró».

Pero fue la «voz del niño» la que «Dios oyó», la llamada interior de ese descendiente tardío de Ismael que personificó el espíritu puro de los árabes: Mohammed.

Lo Absoluto tuvo sed de Sí mismo, y de Su sed sin límites hizo a aquel hombre del que hubo de brotar la fuente viva de la Unidad divina en el desierto del alma árabe: «y vio un pozo de agua», el Islam o el monoteísmo abrahámico, resucitado y readaptado a las condiciones cíclicas de los «últimos tiempos». «Dio de beber al chico.»: la comunidad musulmana atrajo desde aquel momento la Irradiación salvadora del Uno sobre todos cuantos siguieron al Profeta en «la sumisión (a la Voluntad divina)» (al-islâm); y «Dios fue con el niño, que creció.»: fue con la nueva religión, que integró a una gran parte de la humanidad en su afirmación ardiente del Único.


Nota 1: Alusión al nombre de Ismael (hebreo Ishmaêl), es decir, «Dios oye».


Conocer el Islam «en espíritu y en verdad» es conocer esa sed devoradora del Uno que sólo Su «efusión» en el corazón puede aplacar; ese «desbordamiento» de Dios, que inunda todo el ser y lo restituye a la Unidad: ahí radica el misterio del sufismo o esoterismo musulmán. Nuestros estudios del Islam nos condujeron en 1950 a Marruecos, donde tuvimos ocasión de entrar en contacto con algunos representantes eminentes de la espiritualidad musulmana como el venerado Cheij Mohammed at-Tâdilî, muerto en 1953. Pudimos así profundizar en el lado esencial de esta Tradición, beber en sus fuentes más puras. Esta obra es un reflejo de ese encuentro íntimo con el espíritu vivo del sufismo, así como de nuestras meditaciones del Corán y de tratados sufíes. En el Corán está anclado todo el Islam, cuyo mensaje gravita constantemente en torno a un solo objeto: Allâh, «La Divinidad» una y omnipresente; y en la enseñanza sufí se puede descubrir el sentido más profundo de ese mensaje.

El sufismo, para el que Allâh es «lo único Real», no representa, como algunos creen, un panteísmo, en el sentido en que lo entiende la filosofía occidental y que confunde la «Ipseidad» de Dios con la «alteridad» irreal del mundo. Para los sufíes el mundo es «noexistencia » en la única Realidad divina; esta «no-existencia» forma parte integrante de la Omniposibilidad de Allâh: es la afirmación de «Su Unidad sin asociado». La «afirmación del Uno» (at-tawhîd) lleva a la «extinción» de la ignorancia dualista en el «conocimiento del Señor por el conocimiento del Sí mismo», al recobro de la identidad eterna de nuestra esencia con la Esencia divina.

Este libro tiene por objeto exponer los aspectos fundamentales de la metafísica sufí, que parte del credo musulmán: «No hay divinidad, si no es La Divinidad» (lâ ilâha ill-Allâh), y de su interpretación esotérica, según la cual «La Divinidad» es «el Todo, que es único» y «el Único, que es todo». Es esta metafísica, a un tiempo musulmana y universal, lo que vamos a tratar de describir, al propio tiempo que la cosmología que de ella se deriva, así como la vía unitiva que conduce al hombre fuera de su ilusión «coexistencial» al «Uno sin segundo».

La metafísica del Islam no constituye un conjunto de especulaciones sobreañadidas, sino la esencia misma de su doctrina; y esta esencia, cuando se considera en su contenido puro, se revela idéntica a la de todas las religiones. En efecto, lo que difiere de una religión a otra es la forma, la expresión, pero no la Verdad supraformal e infinita.


Ahondar en la metafísica del Islam significa, por consiguiente, penetrar en la Verdad una de todas las religiones, en lo único Real. Pero una religión sólo es religión si está fundamentada en una revelación divina; una ideología producida por un cerebro humano no puede conducir a la salvación, es lo menos que se puede decir. Ahora bien, los únicos criterios objetivos para juzgar sobre el valor real del Islam sólo pueden ser la verdad intrínseca del mensaje de Mohammed y los frutos espirituales e históricos de este mensaje. El Infinito, para comunicar Su Verdad a los hombres, ha resumido la diversidad incalculable de sus posibilidades reveladoras en cierto número de religiones; éstas corresponden a las necesidades de las diversas mentalidades fundamentales que constituyen el rostro pluriforme de la humanidad.

En cuanto al exclusivismo formal de cada religión, repite el de las formas a secas, pues una forma se define por la expresión simbólica particular que la distingue de cualquier otra «imagen» de la Realidad supraformal y divina. En efecto, cada religión, en su aspecto extrínseco, es una manifestación formal de Dios, la cual difiere de todas las demás formas religiosas por poner de manifiesto un aspecto divino particular.

Pero cada aspecto revela al propio tiempo todos los otros modos divinos a la luz de su perfección propia; porque, si bien Dios es Esencia pura e indistinta, Sus aspectos o perfecciones son infinitos e indivisibles, de tal suerte que cada uno encierra, sin confusión cualitativa, todos los demás aspectos. Por eso cada revelación implica a su manera a todas las demás, destinadas como ella a la afirmación de la Divinidad una y universal; no se puede substraer de Dios ninguna posibilidad reveladora.

Pero como determinada cualidad divina no irradia en todo su esplendor más que en el seno de la religión que forma su plano de reflexión propia, los adherentes de esta última la toman por la revelación única y suprema de Dios. Esta ley, inherente a la manifestación múltiple de la Divinidad, salvaguarda la forma particular de cada revelación; concediendo a cada religión una especie de superioridad cualitativa sobre las demás, Dios permite que las distintas mentalidades colectivas se concentren en el prototipo espiritual respectivo que les sirve de vía de acceso al Supremo. El exclusivismo religioso está, pues, en la naturaleza de las cosas; al hombre sumergido en la ilusión de las formas, la Verdad pura y supraformal no puede revelársele a priori sin velo: ha de acercársele con una apariencia formal que es forzosamente efímera y restrictiva y que no se disuelve más que en la medida en que el hombre se aproxima a la Verdad -si Dios se lo permite- de manera directa, en la Esencia y más allá de símbolos provisorios.

Así pues, la «superioridad» de una religión sobre las demás no es intrínseca y absoluta, sino que está determinada por factores formales; en cierto modo, está neutralizada por las «superioridades» de las otras tradiciones, y sólo Dios reina, en Su Realidad aformal, más allá de todas Sus «perfecciones únicas», cuyas manifestaciones espirituales y simbólicas son las religiones: sólo Él es la Esencia incondicionada de todos Sus aspectos y revelaciones, de todos Sus nombres y personificaciones, de todas las vías que parten de Él y vuelven a Él.

Atribuir la manifestación reveladora y redentora de la Esencia a una sola vía, con exclusión de todas las demás, es desconocer las doctrinas y la realidad espiritual de las vías que se niegan. Conviene precisar, no obstante, que el reconocimiento de la Unidad esencial de las religiones no puede ser condición inevitable para la realización del Uno; ésta presupone la integración espiritual de las formas que el destino ha puesto a nuestro alcance inmediato, y la superación final de la ilusión formal a secas, pero no la penetración analítica de toda forma. Sea lo que fuere, comprender que detrás de todo dualismo no hay sino la divina Realidad es comprender la única Esencia de toda religión; y conocer esa Esencia es conocer nuestro propio «Sí mismo» sobrehumano e inmortal.

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