Gila Svirky
Traducido por Felisa Sastre
Ha sido una semana terrible. Han diagnosticado a nuestro viejo gato de fracaso renal, los bajos de nuestra nueva casa han quedado inundados con las primeras lluvias invernales y Yelena ha muerto acuchillada en el piso de arriba.
Al contrario que algunos vecinos, no escuché los gritos de Yelena pero
me despertó la policía a las 4, 30 de la madrugada cuando intentaba
echar abajo la puerta de mi casa, para entrar en su apartamento. Cuando la
encontraron un piso más arriba, ya estaba muerta, y yacía en
un enorme charco de sangre con heridas de cuchillo en el cuello y el pecho;
sus dos aterrorizadas hijas de 7 y 8 años a su lado y su pareja, que
aseguraba haberla matado en defensa propia porque ella le había atacado.
Nada importa el que ella fuera ya una experta en maltratos ni que él
tuviera 3 acusaciones de intentos de asesinato. Nada tampoco, el que ella
tuviera 31 años, que fuera bajita y delgada, y él fuera un hombre
de 50, alto y corpulento. Fuera como fuera, él tuvo que apuñalarla
varias veces para protegerse.
Esta semana se celebra el Día Internacional contra la Violencia de
Género y me gustaría decir algunas cosas sobre la cultura de
la violencia que crece día a día entre nosotros, en Israel,
en Estados Unidos y por todas partes, entre las gentes y los países
más grandes y poderosos que, por ello, creen que pueden solucionar
sus problemas mediante cuchillos o armas.
Matar, en cualquiera de sus formas- crímenes, asesinatos políticos,
atentados suicidas, y guerras contra el terrorismo- no funciona. ¿Por
qué, no? Porque al matar se destruye más de lo que se salva.
Se destruye a las víctimas, a las familias de las víctimas y
de los que las matan; destruye a miles de espectadores inocentes, y envía
el mensaje de que la violencia es legítima, de ahí que sea una
invitación a reproducirla.
Pregunten a los supervivientes palestinos que vivían en el mismo edificio
que el terrorista, sobre cuyas viviendas se lanzó una bomba de una
tonelada, y que han sobrevivido para contar a sus seres queridos asesinados
en el bombardeo. Pregunten a los padres israelíes que han tenido que
recoger pedazos de sus seres queridos tras la bomba de un suicida que reventó
un autobús. Pregunten a aquellos cuyos seres queridos quedaron aniquilados
en las Torres Gemelas. O a los niños iraquíes que viven en Faluya
sobre cómo el ejército estadounidense les ha hecho una demostración
de su forma de implantar la democracia en el mundo.
Todo asesinato es un crimen. Y los asesinatos que llevan a cabo los Estados
se convierten en modelo para otros. Tomen a Israel como ejemplo, aunque podría
aplicarse también a los palestinos, a Estados Unidos o a cualquier
país cuyos dirigentes practican o toleran la violencia.
En los últimos cuatro años, cuando los palestinos, con toda
justicia, pedían la independencia de la ocupación y los líderes
israelíes intentaban impedirlo, se ha producido una espiral de violencia
por ambas partes. Los resultados no sólo han sido más muertes
como arma política, y mayor amargura y odio, sino que la violencia
ha aumentado en la sociedad civil: En Israel, en los últimos cuatro
años, hemos sufrido mayor número de violaciones, de asesinatos
de mujeres a manos de sus parejas masculinas, y de más violencia infantil
en las escuelas. La correlación entre la “guerra contra el terrorismo”
y el incremento de la violencia en las calles, los hogares y las escuelas
no es una simple coincidencia.
La cultura de la violencia se infiltra en la sociedad cuando sus dirigentes
recurren a la fuerza para resolver los problemas. Este cultivo de la violencia-
al quitar el freno al uso de la fuerza- no es una invención de la TV
y de las películas (que, también es cierto, exageran su presencia)
sino que comienza con el ejemplo personal de aquellos que influyen en el desarrollo
de nuestros valores y normas de conducta: los padres, los dirigentes políticos,
la nación más poderosa de la tierra. ¿Qué debemos
aprender cuando una superpotencia, con todos los medios imaginables a su disposición,
hace uso de la violencia?
Así que, en momentos en los que pensamos en cómo acabar con
la violencia contra las mujeres, yo sugiero que no podrá ser erradicada
sin que el Estado dé ejemplo. Cuando la fuerza y la violencia imperan
en la estrategia política, y los gobiernos tienen licencia para matar,
sus actuaciones se filtran hacia abajo, hacia todos nosotros y hacia los apartamentos
que tenemos encima de nuestras cabezas.