Ojo con la Kundalini

 



 

Por Mehdi Flores

 

Mirusté...-farfulló el morituro- la cosa tenía su conque...porque, con todo, ella, sí, ella –y aquí se le astilló la voz- ...se moría por mi.

Fue entonces cuando se vino abajo, aquel monte de cuerpo, sobre la mesa del comisario, envuelto en el pavoroso berrido del postremo estertor, llevándose por delante y por debajo, retrato de familia, crucifijo de forja, bombonera y dos docenas de carpetas y expedientes, amén de la mesa, silla y persona del inopinado comisario al que el Decreto no permitió evitar la fatal avalancha.

Txemari Aguirregomezkorta, conocido como “Morrosko” o en su defecto “La torre que venía” decía pesar en puerco y sin txapela doce arrobas, mayormente porque tenía buena gana de comer y no se privaba de nada y hacía bien, que son dos días y en su caso ni eso, pues que murió sin perder la inocencia.  

Confesó haber estado merodeando la noche de autos por la huerta de Maritxu, mujer soltera donde las hubiere, limpia y muy de su casa, que mantenía arrebatado a aquel bruto hacía más de diez lustros con la tiranía de un ardiente y provocativo desdén. Aunque sabía él que la interfecta se encontraba sola por vez primera en su vida (sic) dentro del caserío por motivos que no vienen al caso, declaró bajo juramento no haber aprovechado la soledad de la noche para entrar en el mismo mayormente por miedo a un mastín que le quería mal y le ladraba avieso en que lo sentía cerca. Lo que parece a todas luces que aconteció, a tenor de las periciales, pues se carece de testigos, es que ella lo vio venir a la luz de la luna por la ventana de la cocina, mientras se afanaba en preparar un ternasco al horno digno de la boda que siempre deseó y nunca tuvo, no por otra cosa, sino por miedo a sanar del enfermizo y caprichoso anhelo de sentirse turbiamente deseada por aquel cíclope, y sin saber cómo ni a qué fin le entró en esas, al saberlo ad portas, un tembleque sutil en las piernas, luego un temblor bailón en la cadera y después un alboroto a lo largo del tronco, nuca y colodrillo, que se adueñó de su ser y ya no pudo parar, es que ya no pudo, la pobre. A modo de concausa se le desató una risotada descomunal y malandrina, una cascada de risa, aparatosa y crescente que junto con las antedichas convulsiones y un no sé qué y un no se sabe más que tuvo que haber aparte de lo dicho, el caso es que se quedó tiesa del telele, o séase, que se quedó in situ.

Txemari, que sí que oyó el irrintzi*, no se habría de enterar, sin embargo, del óbito hasta pasadas las tres de la tarde del día siguiente, cuando se presentaron dos policías de paisano y le mandaron subir a un cuatrolatas camino de la comisaría.

- A ver, cabronazo,- le soltó Burguete, el comisario - ¿qué le has hecho esta noche a esa desgraciada?. Y sin esperar respuesta le encajó un desaforado rodillazo en salvas sean sus partes.Ahí, quiero decir, entonces, Txemari sintió que se le reventaba el mondongo y en ese mismo instante tuvo, malgré lui y avant la lettre, su primer y último satori. Entonces supo y gustó todo. Vio tras el velo. Comprendió realmente quién era Maritxu, quién era él y quién eran los otros. Entendió al mastín, la noche clara, el susurro del viento en el bosque de castaños, el olor de los helechos, la mirada triste de las vacas, la agonía de la abuela, la dicha sosegada de su infancia, lo de aquí y lo de más allá.

Fue sentarse Burguete y mandar a los dos maderos mantener en posición de firme a un Morrosko grogui en frente de la mesa del que sin duda lo había desgraciado de por vida, cuando, tras terminar de declarar por vía de urgencia lo que ya consta supra,ipso facto, hecho un alud, se derrumbó exánime sobre la mesa de despacho del recién devenido y perplejo homicida.

Con tan mala suerte que, arrastrado en su caída, Burguete se debió de torcer el cuello y  quedó parapléjico de barbilla para abajo, si no es que fue del pasmo de verse corpore sepulto bajo aquel infeliz baserritarra.

Bueno, ustedes se preguntaran, ¿a qué viene esto? O ¿qué ha querido decir el autor con este relato?. Precisamente suscitar esa interrogación, una y otra vez, siempre que se lea el texto. No agarrarse a ningún sentido racional. No creer entender algo. Comprender es poseer. Poseer es estar velado.

Dejar pasar, como quien ve pasar las nubes. Incubar el asombro. Darle calor, himma. A su debido tiempo, eclosionará el pájaro.

¡Je, je!. O no.