Era Ribelles

 

 

 

 

 

 

 Por Mehdi Flores

 

Cuando la Benemérita irrumpió en su casa-ribat, el venerable Ribelles yacía in albis sobre una alfombra persa de Ispahan, regalo que fuera de una dama a quien una tarde de otoño tuvo a bien requebrar, more turquesco, en un balneario del Caspio. De modo que, cuando aquel cabo primera echó abajo la puerta del salón al grito de "¡todo el mundo al suelo!"  llegó a pensar, por un instante, en su estupor, que en aquel oratorio el efecto había precedido a la causa, cosa que en realidad así acaecía siempre en compañía de aquel santo, gracia aquella, empero, que sólo a los iniciados era dada a degustar “toto corde”.

 

Junto al cuerpo del sospechoso, envuelto -con perdón - hasta el occipucio en una capa morisca colorada, se hallaron in situ las pruebas irrefutables del delito: un facsímil del evangelio de Don Pedro Prudencio Hualde Mayo, en uskara roncalés, con anotaciones del llorado José Estornés Lasa y junto a él, abierto en canal, el “Trujumán de los deseos ardientes”, aquel diván, en escritura zulf-i ´arus, “rizos de novia”, en tinta berenjena sobre papel abisinio. Fue aquella rara perla caligrafiada en la lengua del Profeta, sobre él la paz, la que indujo a creer al experto de la brigadilla que se encontraba por fin ante lo que iba buscando desde que, por un asunto de faldas, vio injustamente rechazado su ingreso en La Casa: el famoso vademecum árabe para pilotar jumbos en cuarenta lecciones con dedicatoria del mismísimo Muhammad Atta, fechada en la playa de Salou en verano del ochenta y cinco. Si a ello se añadía el “Jesukristo gore Jeinaren Ebanjelio Saintiua” o lo que diablos estuviera escrito en aquel otro manual y otros pormenores del caso, como que el sospechoso declarase en los calabozos haber tenido una novia bilbaína en sus años mozos, con todo ello no era descabellado concluir que se estaba sin duda  frente a "La Conexión del Milenio": el núcleo del núcleo del entramado Arzalluz-Ben Laden, o su Fihi ma Fihi, como puntualizaría después el detenido.

 

Fue sólo así como el alcalde de Almodóvar pudo al fin arriar la bandera verde que ondeaba gallarda en aquel mástil de luz, alborotando la campiña cordobesa y conquistar el último reducto de los monfíes valencianos.

 

No hubo aquella tarde otro lamento que el sollozo de una flauta de bambú en labios de un moro nuevo y el retumbo rítmico y abisal de un faqir darqawi en brazos de una bocina tibetana.

 

Y este poema, desde mi exilio berberisco.