Antoni Segura
La incompatibilidad entre islam y democracia es un tópico muy arraigado en Occidente, que se realimentó con la obra de Samuel P. Huntington (1996): "El fracaso de la democracia liberal en las sociedades musulmanas tiene su fuente en la naturaleza de la cultura y la sociedad islámica, inhóspita para los conceptos liberales y occidentales". Por el contrario, autores como Mohamed Charfi consideran que en el último siglo y medio un nutrido grupo de pensadores musulmanes han demostrado que "el islam es una religión de amor y concordia, es perfectamente capaz hoy día de combinar la democracia y los derechos humanos".
El origen del malentendido se encuentra en el peso que la tradición
islámica ha dado a la sharia o el fiqh, es decir, el derecho musulmán
clásico, que "es un corpus de reglas jurídicas que trata
de todos los problemas de la vida en sociedad". Dichas reglas emanan
de la interpretación que se ha dado a las disposiciones jurídicas
contenidas en el Corán y en los hadits (hechos o dichos atribuidos
al Profeta) y que, en general, fue codificada en el siglo XIII. Además,
la utilización del islam para legitimar posiciones de opresión
política ha sido, como en otras religiones, una constante histórica
que ha impedido la reinterpretación de la sharia a la luz de los cambios
que se iban produciendo.
En la actualidad, la mayoría de los países islámicos
toman el derecho musulmán clásico como una referencia, especialmente
por lo que respecta al estatuto personal. Sin embargo, el islam conservador
está muy bien organizado, es oficial y tiene referentes claros: la
sharia y considerar el laicismo como un gobierno sin Dios (ateocracia). Por
el contrario, el islam liberal no está apenas organizado y apela a
la modernidad y al laicismo sin llegar a definir exactamente cuáles
deberían ser sus contenidos en una sociedad musulmana. De ahí
resulta que se den por buenas determinadas interpretaciones que, en realidad,
fuerzan los textos sagrados o ni siquiera se basan en los mismos. Y ello sucede,
particularmente, con la exclusión de género, con los castigos
corporales (lapidaciones, mutilaciones, etc.), con la libertad de conciencia
y con el Estado islámico por el que abogan muchas organizaciones islamistas.
Ahora bien, el islamismo surge como respuesta al fracaso de unos valores occidentales
que se consideran impuestos y favorecido por la incoherencia del discurso
de unas élites dirigentes corruptas y aferradas al poder. En Argelia,
por ejemplo, se promulgó una Constitución de carácter
totalitario, pero no estrictamente confesional, más allá de
una genérica invocación al carácter islámico del
país. Sin embargo, la necesidad de legitimar el poder llevó
a los dirigentes del partido único a buscar la complicidad de los sectores
más tradicionales del islam y acabaron imponiendo un código
de familia basado en la exclusión de género. Algo parecido sucedió
con el partido Baaz en Irak y Siria. En Irán, como señala la
profesora M. Jesús Merinero, "el fiqh se ha convertido en herramienta
de combate para los inmovilistas", que pretenden que sea la "única
norma indiscutible", contrariamente a lo que dispone la Constitución
iraní de que la "ley pertenece al dominio del Estado" y "nadie
puede invocar únicamente la sharia". De nuevo, pues, la religión
al servicio de la política.
El debate sigue abierto y no faltan los pensadores musulmanes que abogan por
una revisión crítica de la historia del islam, que cuestionan
la autenticidad de los hadits y proponen una reinterpretación de las
reglas jurídicas contenidas en el Corán de acuerdo con las circunstancias
actuales y el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales.
Es un debate vivo en medios del islam europeo, que no muestra ninguna incompatibilidad
con el Estado de derecho y democrático, y, en menor medida, en medios
reformistas de países islámicos. En este sentido, Tariq Ramadan
subraya tres cuestiones: a) el concepto de sharia no se entiende ni se aplica
de la misma manera en todos los países musulmanes; b) los castigos
corporales incorporados al código penal se fundamentan en una lectura
sesgada de los textos, no tienen su origen en la religión, sino en
una tradición "paternalista" común a otros países
y, en los países de la península Arábiga, se aplican
sobre todo a los inmigrantes musulmanes pobres y "no a los ricos, a menudo
corruptos, que roban al pueblo y vienen a Occidente a depositar su dinero";
c) no hay una sola lectura de los textos sagrados, y lo que no se puede permitir
es que las lecturas más sesgadas se utilicen para legitimar actos como
los atentados del 11-S.
Para acabar, dos consideraciones y una paradoja. Por un lado, la experiencia
histórica occidental es única y, por lo tanto, irrepetible.
No obstante, los caminos hacia la modernidad política pueden -y deben-
ser distintos según el contexto histórico y cultural. Por otro,
Occidente mantiene una política exterior basada en el cinismo, ya que
se lamenta del poco respeto a los derechos humanos y a los valores democráticos
en los países musulmanes, mientras mantiene estrechas alianzas con
regímenes teocráticos y dictaduras que conculcan reiteradamente
dichos derechos y valores. Por último, Turquía tiene una Constitución
laica y está gobernada por un partido islamista. Y, si el Ejército
no interrumpe el proceso político, puede cumplir las condiciones para
ingresar en la Unión Europea mucho antes que algunos de los países
cuya adhesión ya ha sido aprobada.
En conclusión, como sostiene Burhan Ghalion, "el verdadero mal
que aqueja a las sociedades musulmanas no procede del islam, sino de su política"
y de las políticas de Occidente hacia los países musulmanes.
O, si se prefiere, en palabras de Charfi, "Dios no es fanático,
sino los ulemas de ayer, así como los ulemas y los integristas de hoy".
Integristas que, manipulando otros mensajes religiosos, se han apoderado del
poder en el corazón del Imperio.