Rosa Diez

Unos días antes de que los terroristas de Al Qaeda volaran las Torres Gemelas de Nueva York destruyendo para siempre la sensación de seguridad e inviolabilidad de Norteamérica y, por ende, de todo el mundo civilizado, el Parlamento Europeo aprobaba un informe de iniciativa recomendando al Consejo que tomara las medidas necesarias para implantar la Orden de Arresto y la Definición Común del Delito de Terrorismo. En el Consejo de diciembre de ese mismo año, los Quince, sobrecogidos aún por el temor, adoptaron esas dos decisiones marco.

Habían transcurrido dos años y tres meses desde ese solemne acuerdo cuando volaron los tres trenes de Madrid. Y el Consejo se volvió a reunir. Y repasaron, aterrorizados y presionados por la opinión pública, lo que se había hecho desde aquel día en que Europa descubrió que éramos mortales. De esa fecha, 25 de marzo de 2004, son las declaraciones de Javier Solana, repasando crítica y certeramente la situación, los informes en los que se destacan los agujeros del sistema de seguridad europeo y las llamadas de atención a los países miembros que aún no han transpuesto a su legislación nacional los acuerdos marco de lucha contra el terrorismo.

Como algo había que hacer de manera inmediata para combatir la sensación de inseguridad y de impotencia que se extendía entre la ciudadanía europea, el Consejo nombró un coordinador para la Lucha contra el Terrorismo y decidió hacer un plan. Un plan que desde esa fecha ha ido revisándose y al que se van incorporando propuestas con nuevos instrumentos -ya vamos por el número 179-, y que se aprobará definitivamente a finales de 2005.

Los terroristas son ajenos a esta sistemática, a los debates eternos que se generan para introducir un párrafo, a la fineza con la que se examina -en todas las traducciones y lenguas posibles- cada una de las propuestas. Ellos van a lo suyo, utilizan todo su odio, toda su fuerza y toda nuestra debilidad para combatir y destruir la democracia. Ellos actúan. Nosotros reaccionamos.

Y así, una vez tras otra, se va escribiendo la historia. Cada vez que hay un atentado, Europa muestra su superioridad moral. Arropa a las víctimas, rechaza con rotundidad los crímenes, los objetivos de los terroristas, su estrategia, sus pretextos. Declara solemnemente que no existe en el mundo causa alguna que justifique los atentados y califica a éstos como el mayor ataque a los derechos humanos. Tras el 11-M hemos reafirmado que Europa debe dotarse con una política común si quiere derrotarlo. Pero, una vez más, seguimos mostrando nuestra incapacidad política para pasar de las palabras a los hechos. Me explico.

Si el terrorismo es la mayor amenaza de la democracia, ¿cómo es posible que no hayamos modificado nuestras normas internas para transformar en directivas europeas de obligatorio cumplimiento lo que hoy son acuerdos del Consejo que cada país transpone o no a su legislación como y cuando le viene en gana?

Si el terrorismo es nuestra mayor amenaza, ¿por qué aún no es posible sancionar a un país que, por no aplicar la legislación "pactada" en esta materia, pueda poner en riesgo la seguridad de otros ciudadanos europeos? En Europa se puede sancionar a un país que no cumpla el Plan de Estabilidad. Pero, ¿cuántos trenes tienen que estallar para que reaccionemos como europeos ante la amenaza del terror?

Es verdad que en los últimos años hemos avanzado mucho. Pero hemos avanzado mucho menos de lo que podemos y de lo que debemos. Y, sobre todo, hemos avanzado muchísimo menos que los terroristas.

En este principio de siglo, Europa se enfrenta a dos grandes retos: la inmigración y el terrorismo. De cómo los enfrentemos depende en buena medida nuestro futuro como Espacio de Libertad, Justicia y Seguridad.

Ambos fenómenos han pillado a Europa desprevenida. Y actuamos con esa vieja dinámica de ir respondiendo según se producen los acontecimientos. Esa táctica no sirve para enfrentarnos con éxito a ninguno de los dos problemas. Y yo diría que es, al menos en el caso del terrorismo, una táctica suicida. Una táctica que deja desprotegidos a millones de ciudadanos que no pueden tomar las decisiones que serían necesarias para prevenir los ataques terroristas, para combatir y detener a sus autores y para incidir en su entorno legitimatorio y vaciar de sangre nueva su estructura de muerte. Esa táctica, basada en la renuncia a la acción, terminará poniendo en riesgo nuestro propio sistema democrático.

La democracia europea, nuestro sistema de valores, no está en modo alguno asegurado para siempre. Como españoles sabemos bien que Europa no ha estado, en relación con el terrorismo nacionalista de ETA, a la altura de las circunstancias. Si no vuelan las Torres de Nueva York, no habría aún Orden de Arresto ni Definición Común del Delito. Y en España, un país miembro de la Unión, llevábamos ya casi mil muertos. Hoy mismo, después de los atentados de Madrid, cada vez que el Consejo se reúne para repasar los temas, si España no insistiera, no habría apartado específico sobre terrorismo. O no se dice nada o se engloba dentro del apartado de Seguridad. Los europeos en su conjunto no sienten que el terrorismo es nuestro mayor problema. Y no lo perciben así porque quienes tendrían la obligación de sensibilizar a la opinión pública, de hacer pedagogía al respecto, ni siquiera están convencidos de que lo sea.

Aquellos países que no han sufrido atentados terroristas siguen viendo la cuestión como un problema, pero no lo enfrentan como un riesgo. ¿Hay algo más descriptivo que leer cómo en marzo los Veinticinco se comprometieron a aplicar la Cláusula de Solidaridad? Europa entera reaccionará -dijeron-, ayudando a cualquiera de sus Estados miembros que sufra un atentado terrorista. ¿Se imaginan al Gobierno de España tomando el acuerdo de que todas sus comunidades serán "solidarias" con aquella que sea víctima de atentado?

No han comprendido aún que no es la solidaridad, sino la acción común, lo que Europa necesita. Una política común de lucha contra el terrorismo es mucho más que la suma de políticas nacionales. Una política europea requiere instrumentos judiciales, policiales y legislativos comunes. E instituciones políticas comunes dispuestas a asumir el liderazgo. La cooperación judicial, la policial, la de los servicios secretos, no son suficientes para enfrentarse al reto. Y no olvidemos que Europa no podrá diseñar una política exterior común, que se reivindica cada vez con más fuerza, si no tenemos una política interior que sea capaz de garantizar nuestro espacio de Seguridad, Justicia y Libertad.

El terrorismo es un viejo fenómeno contra el que llevamos décadas luchando. Pero Europa es hoy objetivo de un nuevo terrorismo, el terrorismo islámico, que ataca de forma indiscriminada y con cotas de brutalidad cuantitativa hasta ahora desconocidas en nuestro territorio. Un terrorismo al que la ciudadanía europea observa con perplejidad. No estamos preparados, ni siquiera sabemos por qué nos atacan.

Ante esta nueva amenaza se impone una política antiterrorista que opte por la acción, por la prevención, por la deslegitimación absoluta del terrorismo y de su entorno, por la descalificación de sus fines. Se impone una evaluación a fondo de todos los instrumentos que estamos utilizando, tanto en el ámbito europeo como internacional.

La Comisión de Libertades Públicas del Parlamento Europeo me ha designado como ponente de un informe de iniciativa sobre la estrategia europea de lucha contra el terrorismo. Mi propósito es que este informe nos permita abordar en profundidad y de forma global, pero diferenciada, la amenaza del terrorismo y cada una de sus expresiones. Se trataría de formular una nueva definición del delito de terrorismo, revisando la europea y promoviendo una definición internacional, ligada a la descalificación absoluta del mismo.

Una de las debilidades de Europa es que no hay una respuesta cívica suficiente. Los políticos no sentimos el aliento de los ciudadanos. De Vries, coordinador europeo antiterrorista, descartaba en su comparecencia ante la Comisión del 11-M la creación de una unidad policial antiterrorista supranacional porque los socios de la UE acordaron que su seguridad nacional sea defendida por sus propias fuerzas. A renglón seguido afirmaba que "el terrorismo islámico es un fenómeno ante el que ningún país puede sentirse inmune". Es difícil encontrar una contradicción mayor entre medios y fines. ¿Cómo defender a Europa del terrorismo islamista -o del nacionalista vasco- si no diseñamos una política europea que sea más que la suma de esfuerzos nacionales mejor o peor coordinados?

La exclusión del terrorismo de cualquier consideración política es clave para derrocarlo. A ese respecto, la consideración de determinados atentados terroristas como delitos fiscalizables por el Tribunal Penal Internacional sería una medida de gran importancia y alta repercusión. Si conseguimos que el TPI, bien a través del desarrollo de su artículo 7 o en un nuevo apartado que se añada a los que hoy son crímenes de su competencia -genocidio, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y crimen de agresión-, habremos ganado una batalla no sólo contra la impunidad (los delitos no prescribirían), sino también contra cualquier tentación de adhesión emocional ante el fenómeno terrorista.

Otra cuestión a abordar es el papel de las víctimas. Hasta el día de hoy, Europa no ha estado a la altura de las circunstancias. La atención económica a través de un plan piloto no es, ni con mucho, un planteamiento suficiente. Las víctimas del terrorismo necesitan un reconocimiento político y un papel institucional. Son víctimas porque estorban, hacen inviable el proyecto totalitario y fanático de sus asesinos. No podemos matarlas de nuevo con el olvido. Su voz, su verdad, ha de estar presente en tiempo real allá donde se tomen decisiones para combatir y derrotar a aquellos que las hicieron protagonistas a su pesar. Quizá una Fundación Europea de Víctimas de Terrorismo, que reúna en su patronato a los máximos responsables de la política europea y a los representantes de las víctimas, pudiera ayudar a cumplir con este objetivo.

Hay mucho por hacer. Y el Parlamento Europeo debe estar en la vanguardia. Proponiendo medidas y haciendo recomendaciones que quizá hoy resulten difíciles de asumir por el conjunto del Consejo. Sé que en esa tarea nos vamos a encontrar con el Gobierno y la sociedad española en su conjunto. Porque sabemos por experiencia que no hacer nada, o actuar por detrás de los acontecimientos, provoca consecuencias dramáticas.

Hannah Arendt decía que lo esencial del ser humano reside en su talento para realizar milagros, para iniciar lo imposible y lo inalcanzable; y que a eso se le llama actuar, sinónimo de libertad y de existencia. Ésa es la opción: actuar. Hemos probado que sabemos reaccionar ante las tragedias. Es hora de demostrar que sabemos actuar para evitarlas

La estrategia europea de lucha contra el terrorismo