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LA DOCTRINA SUFI DE LA UNIDAD. Por LEO SCHAYA

CAPITULO V: El Enviado de Único Dios. Paginas,55-65

La shahâdah, el «testimonio» o credo musulmán es: «No hay divinidad, si no es Allâh (La Divinidad); Muhammad (el Alabado) es el Enviado de Allâh».

En el lenguaje sufí, esta profesión de fe se convierte en la afirmación cognoscitiva: no hay realidad, si no es lo único Real; Su «enviado» no es otro que Él. La Risâlah declara: «Su Profeta es Él. Su Enviado es Él. Su Misiva es Él. Su Palabra es Él. Él ha enviado Su Ipseidad por Sí mismo, de Sí mismo a Sí mismo, sin ningún intermediario o causalidad sino Él mismo.

No hay ninguna disparidad (dualidad) entre Aquel que envía, entre el Mensaje y el Destinatario de esta Misiva. Su Existencia es la de las Letras (o Posibilidades eternas y reveladoras) de la Profecía y ninguna otra. Ningún otro que Él tiene existencia. » Y: «Ningún otro que Él Lo ve: ningún profeta enviado, ningún santo perfecto ni ángel cercano».

En la Realidad absoluta de Allâh, no se puede encontrar cosa alguna que difiera de Él: no hay ni distinción ni participación, ni alejamiento ni acercamiento. En Su No- Dualidad, Allâh ni da ni recibe: no hay ni irradiación ni receptividad, ni Señor ni enviado; no hay más que Su Esencia, única real. Es en Su Infinidad, en la Ilimitación de Sus posibilidades, donde se ocultan y se revelan las cosas posibles ilusoriamente distintas de Él; aparecen como otras tantas participaciones de Su Realidad, que se encuentran más o menos «alejadas» o «cercanas» con respecto a Ella. Pero el Infinito mismo, Su Posibilidad total, no se distingue en nada de lo Absoluto; no es sino la manifestación varia de lo único Posible, los aspectos múltiples de la «existencia no-existente», que difieren ilusoriamente del «Uno sin segundo».

En realidad, no hay sino Él, que Se da a Sí mismo, y revela a Sí mismo todo cuanto en Él es cognoscible: este Don total, esta Revelación integral de Sí mismo a Sí mismo, es Su Enviado. Pero Allâh no podría darse a Sí mismo sin Su Receptividad infinita para consigo mismo; y esta Receptividad es también Su Enviado. Así pues, no hay nada fuera de Allâh y Su Enviado, el cual no es otro que Él mismo, que se da a Sí mismo y Se recibe a Sí mismo.

En lo Absoluto, el Enviado no es el Enviado, sino lo Absoluto; frente a lo Absoluto, es a un tiempo el «Receptáculo» y la «Efusión» que lo llena; con respecto a lo relativo, es el Enviado de lo Absoluto, Su Don; en cuanto ser relativo, es el «Profeta iletrado» y receptivo para con su propio aspecto de «Enviado», de «Descenso» o «Revelación» divina; por último, el Profeta es revelador y activo frente al mundo que, por intermedio suyo, recibe el Mensaje supremo; y la receptividad espiritual del mundo no es esencialmente otra que la de lo único Real para consigo mismo.

Pero, ¿cómo puede ser que en el seno de lo Absoluto, en Su Infinidad, que es Unidad sin escisión, haya una diferenciación cualquiera, cuando «nada hay con Él»? ¿Cómo puede haber una transición de lo Absoluto a algo otro que Él, que es el Único? La Absolutidad de Allâh es la No-Causa suprainteligible: «las miradas no Lo pueden alcanzar»; por eso el paso de lo Absoluto a lo relativo es, en su «punto de partida», un misterio, una discontinuidad insondable; este paso no se hace inteligible más que en su manifestación a partir de la Causa primera, el Ser puro, que Se determina a Sí mismo como punto de transición» entre lo Absoluto y lo relativo, pero este mismo Ser, si se lo considera al margen de lo relativo, no difiere en nada del Supraser, que es Su Esencia pura, idéntica a la No-Causa, a lo Absoluto.

Es cierto que la discontinuidad entre lo Absoluto y lo relativo no puede ser absoluta, si no, habría dos Realidades totalmente independientes, dos Absolutos, lo que es imposible por definición. Ahora bien, si la discontinuidad no es más que relativa, encierra necesariamente una continuidad, y esa continuidad latente no es otra cosa que la Unidad infinita de lo Único Real, que nada puede romper ni limitar; de eso precisamente dan testimonio los límites ilusorios de la existencia, que surgen en la Omnirrealidad divina como miríadas de olas para afirmar que no hay, en verdad, más que «agua», Esencia pura, y para disolverse en Ella, el Único.

El Enviado de Allâh es esta afirmación universal de la Unidad divina; por eso su segundo nombre es Ahmad, «el mejor de los que alaban»; pero en realidad, es Muhammad, el propio «Alabado», la Unidad o Continuidad divina, que Se afirma en Sí misma y en medio de la discontinuidad, la dualidad y la multitud aparentes; por eso dijo de sí mismo: «Yo soy Ahmad sin m», es decir, Ahad, el «Uno»: el m(im), al ser la inicial de mawt, la «muerte», significa la discontinuidad, el límite, el fin. Así pues, aquel que es enviado del Uno al Uno en el Uno, es esencialmente el Uno en sí: Ahad; y es también el Uno quien, en virtud de su posibilidad discontinua simbolizada por la letra m, toma el aspecto ilusorio de un otro que Él: Ahmad. El Enviado de Allâh es a un tiempo el «Uno» y el «otro», la Continuidad, y la discontinuidad, la Plenitud y la vacuidad o receptividad, la Vida y la muerte, mientras que Allâh, lo Absoluto, está más allá de uno y otro, de esto y aquello: Él es lo único Real.

El Enviado dijo: «Yo soy Él mismo y Él es yo mismo, con la excepción de que yo soy el que yo soy y Él es El que Él es». El Enviado es Allâh en realidad, y Allâh es Su Enviado en apariencia: en verdad, Él es lo Absoluto, en quien el Enviado ya no es el Enviado, sino lo Absoluto, lo único Real.

En lo Absoluto no hay ninguna diferencia entre Allâh y Su Enviado, y, en la Unidad de Su Ser, el Enviado no es otro que Su Ser Uno; por último, como acabamos de decir, el Enviado no es solamente el Uno en Sí mismo: es también el Uno que toma la apariencia ilusoria de otro que Él. Es verdad que cada cosa es absoluta en lo Absoluto, de modo que no hay distinción entre ninguna cosa, sea lo que sea, y Allâh; igualmente es verdad que cada cosa, cuando sale ilusoriamente de su Esencia divina, no es otra que Allâh, que toma el aspecto falaz de una «alteridad».

Pero toda cosa «desciende en determinada medida» de Él para participar de Él de una forma particular; ahora bien, el Enviado de
Allâh es la Determinación o Medida de todas las cosas, su «Modelo evidente y único», su «Forma divina», y es la Continuidad del Infinito lo que penetra su diversidad, las encadena entre sí según la ley de la causalidad y las vincula con su Origen primero, que es también su Fin último.

En su «descenso», el Enviado, pues, no es otro que la Revelación o Manifestación íntegra de Allâh; es Allâh «mismo», que toma la apariencia de otro que Él, mientras que todos los demás seres y cosas no manifiestan más que «aspectos» de Allâh. Dicho de otro modo, la participación de Su Enviado en Él mismo es total, mientras que la de las demás manifestaciones es parcial y variada según la «medida» de su receptividad espiritual; las «participaciones» todas no son sino cosas posibles de la «participación» única y entera, la del Enviado con respecto a Allâh; por eso, cuanto más se adhieren las criaturas al Enviado, más unidas están a Allâh.

El «descenso» de Allâh al seno de Su posibilidad criatural toma su punto de partida en la «noche» suprema, que separa Su Absolutidad de la relatividad universal. Esta «noche» o discontinuidad ininteligible, que distingue ilusoriamente la Realidad incondicionada de la Existencia determinada, no es otra que la Receptividad de Allâh, o Su Enviado con el aspecto de «siervo» ('abd) o de «pobre» (faquîr).

Allâh actualiza Su Receptividad o Su «pobre siervo», para descender Él mismo a Sí mismo, para darse y revelarse
a Sí mismo, en la «noche» o «no-existencia» del «otro», que no es otro que Él; Él Se determina por ello mismo como Ser necesario de todo cuanto en Él toma la apariencia quimérica de otro que Él. «En verdad, lo hemos hecho descender en la noche de la Determinación.

Y ¿qué te hace saber qué es la noche de la Determinación? La noche de la Determinación es mejor que mil meses; en ella descienden los ángeles y el Espíritu, con permiso de su Señor, para toda orden; es paz hasta la aparición de la aurora». (Corán, XCVII)1. Sin la «noche» o vacuidad tenebrosa del «servidor», sin ese «espejo» supremo de Allâh, la Plenitud luminosa de Su Determinación primera y ontológica -que es Su Enviado con el aspecto de «Prototipo evidente» (al-Imân al-mubîn) y universal- no se haría visible, sino que permanecería eternamente oculta en Su Absolutidad más que luminosa.

Todos los arquetipos increados, «destellantes» en el «Modelo evidente y único», se manifiestan o «descienden» en esa «noche» tomando el aspecto de los «Ángeles», mientras que el Ser mismo aparece en ella como el «Espíritu»; toda la Voluntad de Allâh, todo lo que Él «permite» y «ordena», se manifiesta en ella en una sola Revelación, el «Descubrimiento» entero de su Inteligibilidad. Esa «noche», que es pura receptividad, «pobreza», «no-existencia», es «mejor que mil meses» de existencia relativa: «es paz hasta la aparición de la aurora», hasta allí donde comienza la «coexistencia» ilusoria con lo único Real.

El «Enviado» es a un tiempo esa «noche bendita» y el «descenso» de Allâh; Dios Se revela como «Realidad de Mohammed», y ésta como Espíritu de toda profecía. La «Realidad mohammediana» era «Profeta cuando Adán estaba aún entre el agua y la arcilla», es el «Sello de los Profetas», y de ella dice Mohammed: «He sido encargado de cumplir mi misión desde el mejor de los siglos de Adán (el estado primordial y paradisíaco del mundo), de siglo en siglo, hasta el siglo en que estoy ("siglo"que significa, en sentido amplio, la fase final de este mundo)». La «Realidad de Mohammed» es esencialmente lo único Real mismo, espiritualmente es Su «Efusión» reveladora, creadora y redentora, y substancialmente es Su «Receptáculo» universal.

Por eso dijo el Profeta: «Quien me ha visto, ha visto la Verdad».

El Enviado se hizo hombre, un hombre que era en apariencia como todos los seres humanos, pero, en realidad, diferente de ellos. «Mohammed es un hombre, no como un hombre (corriente) sino como una joya entre las piedras», decía su yerno 'Alî.

El Profeta nació en la Meca, por el 571, en las mismas circunstancias que todos los «hijos de Adán», pero cuando tuvo cuatro o cinco años, dice la Tradición, dos ángeles descendieron a él para hendir su pecho y quitar de su corazón la «mancha negra» que marca a la humanidad caída. Creció en la tribu noble de los Coraixíes y se distinguió por sus virtudes excepcionales, en particular por su equidad incorruptible y su gran generosidad.

Se ocupó de los asuntos de este mundo y se casó para vivir la existencia del común de los mortales, pero se retiró de cuando en cuando al monte para buscar lo único Verdadero en la ascesis, la oración y la meditación. Una noche de la última década del mes de Ramadân, hacia el 612, el Profeta se hallaba sumido en contemplación profunda en una caverna del monte Hirâ, cuando el Supremo decidió cambiar las tinieblas de su receptáculo humano en la «noche bendita», la «noche de la determinación» espiritual de todas las cosas; por intermedio del ángel Gabriel, Allâh hizo descender al corazón de Mohammed el «Libro evidente». «Así es como te hemos revelado un Espíritu de Nuestra orden, a ti, que no sabías lo que era el Libro o la Fe; de él hemos hecho una Luz con ayuda de la cual dirigimos a aquellos de Nuestros servidores que Nos placen; ciertamente, guíalos también tú al sendero recto, el sendero de Allâh, a quien pertenece todo lo que hay en los cielos y en la tierra.» (Corán, XLII, 52, 53.)

El Corán tomó posesión del ser entero del Profeta, como un «Espíritu», una revelación sintética y supraformal; Allâh, la Esencia pura del Profeta, derramó toda Su Luz en la «noche» o receptividad inmensa de Su «pobre servidor», receptividad que es «Madre del Libro» (Umm alkitâb), que atrae el «Descenso» (at-Tanzîl) revelador del Supremo.

La misión íntegra de Mohammed consistía en ser Enviado y Profeta de Allâh «en todos los mundos»; por eso era necesario que tomase los aspectos respectivos de todos los estados de la Realidad universal. Así, sin dejar de ser esencialmente idéntico a la Verdad del Corán, hubo de buscar su revelación en el plano humano: era preciso que estuviese separado ilusoriamente de su Esencia espiritual, a semejanza del común de los hombres, para recibir su propia Luz no humana -la «Luz mohammedí (Nûr muhammadî) - de manos de un mediador angélico que no era sino un «rayo» de ésta.

Era necesario que su Luz universal y «coránica» se derramase en su potencia profética, y que ésta se objetivase en la forma del ángel Gabriel con un rollo de tela cubierta de signos en la mano y recomendándole leer; era necesario que aquel que in divinis lo sabía todo, quedara sumido, en aquél momento, en el estado tenebroso de la receptividad perfecta, tiniebla que se manifiesta por la incapacidad del «iletrado» (ummî). «No sé leer», dijo Mohammed. «Lee», repitió dos veces más el ángel apretando la tela alrededor del cuello del elegido. «¿Qué leeré?». Entonces, la «Luz» (an-Nûr) divina, con la que se identifica la de Mohammed, se reveló por el «Intelecto primero» (al-'Aql al-awwal), llamado también la «Pluma suprema» (al Qalam al-a'lâ), pronunciando por la potencia gabriélica los primeros versículos del Corán: «Lee, en Nombre de tu Señor, que ha creado, que ha creado al hombre de un grumo. Lee, pues tu Señor es el más generoso. Es el que ha instruido (al hombre) con el Cálamo. Ha instruido al hombre de aquello que el hombre no sabía.» (XCVI, 1-5).


Al salir de la gruta -imagen de la «caverna del corazón», que es el receptáculo de Allâh-, el Profeta vio la potencia angélica alzarse de todos los lados del cielo, en forma de un hombre que lo llenaba y lo saludaba con el nombre de «Enviado de la Divinidad» (Rasûlu-Llâh).

Así, Mohammed recibió a Dios y su mandato; pero al descender de su
estado de iluminación al mundo, tuvo que asumir de nuevo el papel de hombre ilusoriamente separado de la Claridad de su Esencia divina: se sumergió de nuevo en las tinieblas de su receptividad terrena, hasta el punto de dudar incluso de su misión.

Su certidumbre espiritual, oculta bajo los velos de su naturaleza humana, le respondió entonces por boca de su mujer Khadîja, alentada por su primo Waraqa, santo anciano y ciego.

Pero ninguna voz humana podía devolver al Profeta su divina Luz: la primera interrupción de la Revelación fue para él como una terrible recaída en la noche de la ignorancia; su sed de lo Absoluto era tan grande, y la llamada de su misión tan intensa en él, que abandonó completamente la vida del siglo errando por la montaña, «loco» de Allâh. Al no volver a hallar la Revelación en la caverna, quiso poner fin a su vida, tirarse abajo del monte Hirâ2; pero su mujer le reconfortó hasta que Gabriel le habló de nuevo: «Lo juro por la mañana, por la noche cuando las tinieblas se espesan: tu Señor no te ha abandonado, no te ha aborrecido. El otro mundo es mejor para ti que éste. Tu Señor te
colmará, y quedarás satisfecho.» (XCIII, 1-5).

A partir de aquel momento, las interrupciones en la Revelación no inquietaron más al Profeta; su pensamiento ya no dudaba de la certidumbre espiritual de que el Corán había descendido realmente sobre él; supo que el Libro debía ser revelado por fragmentos, a medida de las necesidades objetivas. «Lo hemos enviado realmente, y él ha descendido realmente. Y a ti, no te hemos enviado sino para anunciar y advertir. Hemos fraccionado el Corán, a fin de que lo recites a los hombres poco a poco.» (XVII, 106-107). Los versículos y capítulos del Libro respondieron a la vida del Profeta, la cual, a su vez, «prefiguró» no sólo las épocas posteriores del Islam, sino toda la existencia humana de los «últimos tiempos»: el Corán había de ser la confirmación de las Revelaciones divinas anteriores y el «Discernimiento» universal, hasta el fin del mundo. «Él te ha enviado en toda verdad el Libro que confirma lo que lo ha precedido; Él ha hecho descender antes la Tôrah y el Evangelio para que sirvieran de dirección a los hombres, y ha hecho descender el Discernimiento (al-Furqân)». (III, 2).

Tras el comienzo de su ministerio en el círculo restringido de su familia y de algunos amigos, vino la predicación a los coraixíes, a las demás tribus árabes, a los cristianos y los judíos, las luchas y persecuciones conocidas, la hégira a Medina, la guerra santa, las conversiones y, finalmente, la toma de La Meca, la purificación de la Kaaba y su instauración como centro de peregrinación islámico.

En 620, el Profeta vivió su «viaje nocturno» (al-isrâ) al que aluden el Corán y la Tradición oral. «Gloria a quien, durante la noche, transportó a su siervo, desde el Templo sagrado (de La Meca) hasta el Templo lejano (de Jerusalén) cuyo recinto hemos bendecido, para mostrarle Nuestros signos.» (Corán, XVII, 1).

Y la Tradición dice que el Enviado de Allâh había relatado: «Mientras estaba en La Meca, el techo de mi casa se abrió y descendió Gabriel. Me abrió el pecho, lo lavó con agua de Zemzem, luego, trajo un barreño de oro lleno de fe y sabiduría, y lo vació todo en mi pecho. Una vez hubo hecho esto, lo volvió a cerrar y tomándome de la mano, se me llevó al cielo.». Gabriel enseñó al Profeta los infiernos, y lo condujo a través de los siete cielos hasta el Trono de Allâh; en los cielos encontró entre otros a Adán, Idrîs (Enoc), Abraham, Moisés y Jesús.


«Gabriel se me llevó y me condujo al "Loto del Límite", que está cubierto de colores que me es imposible decir. Luego, entré en el Paraíso.» El Corán confirma también este acontecimiento al final de los versículos siguientes, que tratan primero de la revelación del Libro: «¡Por la estrella, cuando se pone! Vuestro compatriota no se ha extraviado, no ha sido seducido; no habla a consecuencia de una pasión; no es sino una revelación que se le ha hecho (la del Corán); le ha instruido alguien temible y fuerte, dotado de vigor, que se mantuvo en la esfera más elevada, luego, se acercó y quedó suspendido a una distancia de dos arcos, o aún más cerca; y reveló a su siervo lo que le reveló; el corazón no inventa lo que vio. ¿Queréis disputarle lo que vio? Realmente, lo vio en otro descenso, junto al Loto del Límite, allí donde se encuentra el Jardín de la Morada, cuando cubría al Loto lo que lo cubría; no se desvió la mirada, ni se fijó en otro lugar: ciertamente él ha visto el más grande signo de su Señor.» (LIII, 1-18.).

La Mayor revelación de Dios a Mohammed es la de Su Unidad infinita, que vuelve ilusoria la «alteridad» de Su Siervo, de modo que éste, sin dejar de conservar exteriormente su aspecto criatural, no hace más que uno con lo único Real. Mohammed vio el Uno; en realidad, el Uno Se contempla eternamente a través de la «no-existencia» de Mohammed.

Por la «extinción» de su «alteridad» ilusoria en Allâh, Mohammed se abismó en su identidad esencial e inmutable con el «Uno sin segundo».

Allâh es la única Realidad, y Su Enviado es Su sola Manifestación. La multitud de Sus enviados, profetas y santos representa otros tantos aspectos de Su Manifestación total, de Su Enviado universal, que, en el Islam, está personificado por Mohammed.

El mandato divino de los enviados no tiene el mismo carácter que el de los profetas, y éste difiere, a su vez, del de los santos. La misión de un «enviado» (rasûl) es una intervención divina de gran envergadura, como la operación de un cambio cíclico, la fundación de una religión o el desencadenamiento de una guerra santa de repercusiones espirituales importantes. La vocación de un «profeta» (nabî) consiste, propiamente hablando, en la recepción y transmisión de palabras que Dios le revela directamente o por intermedio de un ángel; estas palabras divinas pueden representar el contenido doctrinal de una nueva religión, y en ese caso, el profeta es al mismo tiempo un «enviado»; pero si no hacen más que consolidar una Revelación anunciada anteriormente por un enviado, sin que ninguna de las funciones de éste se le añadan, el portavoz es profeta, y nada más.

Un Profeta, igual que un enviado de Dios, es siempre un «santo» (walî) mientras que lo opuesto no es el caso; el santo atestigua por su vida, sus virtudes o sus enseñanzas, la Verdad ya revelada por un enviado o profeta, aunque recibiendo, también él, inspiraciones directas de Lo Alto.

Mohammed era a un tiempo enviado y profeta, como Moisés y Jesús. El Islam, en cierto sentido es la restauración de la Tradición de Abraham, igual que el Mosaísmo lo es esencialmente de la Religión de Jacob; pero esto no puede impedir que el Islam se presente como un Mensaje nuevo y original que no puede concernir sino a la misión de un «enviado».

Es verdad que los representantes de Dios, incluso si reúnen cada uno títulos iguales, difieren unos de otros según el grado jerárquico del Aspecto divino respectivo que cada uno de ellos manifiesta eminentemente; el Corán alude a ello cuando dice: «Entre los enviados, hemos elevado a unos por encima de los otros» (II, 254); pero al mismo tiempo, recuerda la unidad fundamental de sus revelaciones, que consiste en la afirmación del Uno: «No enviamos antes de ti apóstoles a quienes no se hubiese revelado que no hay otro dios que Yo.» (XXI, 25). Tampoco difieren unos de otros, en su identidad puramente espiritual con el único Enviado, la sola Manifestación divina; por eso se dice que «quienes creen en Allâh y en Sus enviados, y no hacen distinción entre ninguno de ellos, obtendrán su recompensa.» (IV, 151).

Por último, el Corán afirma implícitamente la unidad esencial entre todos los enviados y Dios mismo, cuando llama «verdaderamente infieles» a «aquellos que quieren separar a Allâh de Sus enviados» (cf.
IV, 149-150). Mientras el mensaje de Moisés era el del hombre que sube hacia Dios -en la «nube» de la unión, secreta con Él-, y la misión de Jesús era la de Dios que desciende a la tierra -en la «carne» misma del hombre para «deificar» todo el ser humano-, Mohammed estaba destinado a poner de manifiesto a Aquel que es «Dios en el cielo y Dios en la Tierra»: lo único Real; el «Sello de los profetas» tenía que confirmar y sintetizar las Revelaciones anteriores reduciéndolas a su verdad más simple y más esencial, a su punto de partida y su fin último: «La Divinidad» o Realidad única y universal.

Todo el mensaje del último de los Profetas cabe en el credo: «No hay divinidad, si no es La Divinidad; Muhammad (el «Alabado») es el Enviado de La Divinidad». En otros términos, no hay realidad, si no es lo único Real; y todo cuanto «alabamos» o afirmamos como realidad positiva, procede de lo único Real y no es esencialmente otro que Él.

Pero en la medida en que una cosa emana de lo Real puro y toma la apariencia ilusoria de otro que Él, no es más que realidad relativa; nada es absoluto, si no es lo Absoluto, y Su Enviado es todo lo que viene de Él y todo cuanto Lo recibe; abarca y asume todo lo que no es absoluto, a saber, la relatividad universal. Siendo él mismo esa relatividad, que implica la negación ilusoria de lo Absoluto, el Enviado niega todo lo que en él niega a Allâh; pues la negación de lo Absoluto, inherente a lo relativo, no existe sino para afirmar lo Absoluto. El Profeta afirma lo relativo en la sola medida en que éste sirve a Allâh; no se identifica realmente con los defectos de las cosas, los cuales no representan sino «privaciones» existencialmente inevitables de la Manifestación divina: él, que es esta Manifestación misma, toma el aspecto central, normativo y deiforme de cada estado existencial. Así, el Enviado es en este mundo el hombre por excelencia, que oculta su naturaleza divina bajo la humildad del siervo perfecto de Dios; por eso el milagro, en la vida del Profeta y en el Islam, no tiene la función capital que tiene en el cristianismo.

Desde el punto de vista musulmán, el gran milagro es el «descenso» (tanzîl) del Corán «único e incomparable». El Profeta dijo: «¿Qué soy, sino un mortal, un apóstol?» (Corán, IV, 149, 150).


Mohammed realizó todos los elementos positivos de la existencia humana: rezó, ayunó, predicó, ejerció la caridad, hizo la guerra santa para propagar el Reino espiritual en la tierra; cumplió la vida conyugal haciendo de ella el símbolo de la «unión suprema»; se dedicó a las simples ocupaciones terrenas, pero comportándose siempre, en su nobleza de «elegido» y su sabiduría de «conocedor por Dios», según la necesidad real del momento. Cada instante de la vida del Profeta estaba unido al «instante» de Allâh, al ritmo efectivo de la Voluntad divina; en toda cosa, el Profeta comulgaba con la Presencia real de Dios e integraba por ello mismo la existencia múltiple en el Uno.

La Gracia divina inherente al Islam quiere que todo fiel pueda seguir al «primero de los creyentes» en esa santificación de la existencia y esa integración de todas las cosas en Allâh, por la mera intención de ligarlas al Supremo3. Por esa intención teocéntrica -que expresa, entre otras cosas, por medio de fórmulas reveladas que, según su papel respectivo, inauguran los ritos diarios y sacralizan todo acto o acontecimiento importante y regular de la existencia cotidiana4-, el musulmán sitúa los aspectos esenciales y normativos de su vida en su nivel verdadero, el de manifestaciones de los Aspectos divinos y de vías que conducen al Uno.

Los dos grandes hechos salvíficos del Enviado de Allâh, y por lo tanto, del Islam son la Revelación de lo único Verdadero y único Real, y la integración misericordiosa de la existencia criatural en Él.

NOTAS

1 Este capítulo coránico de la «Noche de la Determinación» (Lailat al-Qadr) indica, desde el punto de vista esotérico, el descenso de la revelación sintética del Corán al corazón del Profeta durante una de las últimas noches del mes de Ramadán; el esoterismo, en el hecho de que se trate sólo de «su» descenso sin otra precisión, ve la indicación del Descenso o Revelación divina integral, que comprende sintéticamente toda manifestación espiritual, sea cual sea.

2 Recuérdense aquí las tentaciones de Cristo, una de las cuales era tirarse abajo de un peñasco.

3 «El acto consiste en la intención», dijo el Profeta. La intención, inversamente, se verifica por el acto, según el Corán. La intención teocéntrica, que se identifica con la «Fe», ha de expresarse necesariamente por las «buenas obras», no sólo por las de orden «exterior» o social, sino también -y, desde el punto de vista sufí, sobre todo- por la actividad «interior» o contemplativa. El Corán da incansablemente como ejemplo «a aquellos que creen y practican el bien» (elladhîna âmanû wa'amilû-s-sâlihâti).


4 No citemos aquí más que la fórmula fundamental: «En el Nombre de Dios» (Bismillâh), o más explícitamente: «En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo» (Bismi-Llâhi-r-Rahmâni-r-Rahîm). Para esta y otras fórmulas, cf. Frithjof Schuon, Comprendre l'Islam (ob. cit).

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